Por Néstor Vittori
Por Néstor Vittori
El gran mérito y consecuencia de la modernidad ha sido -tras el reconocimiento de la persona individual como protagonista central de la actividad política económica y social-, haber posibilitado una evolución extraordinariamente positiva de la sociedad en términos de libertad, salud y bienestar a lo largo de casi tres siglos, apalancados en el desarrollo y crecimiento económico.
El hombre individual en libertad, a partir de su inteligencia, inventiva y creatividad, ha sido capaz de desarrollar procesos y productos en una dinámica cuya aceleración ha generado una oferta impensada en la premodernidad, signada por la ignorancia, el autoritarismo y el sometimiento. Las oscuridades de la Edad Media, comenzaron a disolverse con la creación de la imprenta, la irrupción del enciclopedismo, los grandes descubrimientos, la conquista del nuevo mundo, la reforma religiosa, el humanismo y la Ilustración.
La transformación modernizadora, fue de un enorme impacto revolucionario en todas las expresiones de la vida económica, social y cultural, sustituyendo los factores uniformizadores -como la mitología y la religión-, por un nuevo jugador, la “razón”, a partir de la cual surgió una visión crítica de la realidad, en oposición al dogmatismo, que permitió generar los instrumentos filosóficos, políticos y jurídicos que habilitaran aquellas libertades, cuyo primer efecto sociológico fue la construcción de la sociedad burguesa y su cultura, a partir del reconocimiento y estímulo hacia la propiedad privada, con dinámica incidencia en la inversión y desarrollo de los medios de producción y su renta, que fueron el piso del cual partieron la Revolución Industrial y la economía de mercado.
En el transcurso de la segunda mitad del siglo XVIII, el Siglo de las Luces, el siglo XIX y el siglo XX, vimos el desarrollo de la primera Revolución Industrial con la máquina a vapor, luego la electricidad y el motor de combustión interna, que fueron los íconos evolutivos de la segunda y tercera Revolución Industrial.
Desde finales del siglo XX, asistimos a una nueva etapa signada por el desarrollo de formas de producción de bienes y servicios habilitadas por nuevas tecnologías que irrumpen y se difunden rápidamente, posibilitando una competencia y acceso a los mercados mucho mayor, derrumbando ventajas competitivas.
Si bien las ventajas del mundo desarrollado pueden ampliar la brecha competitiva con relación a los países que basan la misma en una mano de obra barata, no es menos cierto que el rápido y fácil acceso a las nuevas tecnologías posibilitan su superación.
El debate que vive buena parte del mundo emergente y el subdesarrollado, es la contradicción entre la afirmación de la filosofía individual, que básicamente centra su foco en el hombre, en sus derechos individuales y su libertad, como integrante de una sociedad abierta regida por la razón y la crítica, y un creciente cuestionamiento movilizado por las limitaciones que encuentra una gran parte de la humanidad, que se siente excluida de las ventajas del desarrollo, y que reclama la superación de la consideración individual en aras de un colectivismo inclusivo, de naturaleza igualitaria, que considera que la sociedad construida a partir de la razón, en definitiva ha producido los instrumentos que habilitan el poder que los subordina y posterga.
Pese al fracaso del comunismo en la Rusia soviética, y su derrumbe hacia finales del siglo XX, no son pocos los intelectuales, políticos y sindicalistas que denuncian la racionalidad, como instrumental del capitalismo, y proponen un cambio de sistema que beneficie a un mayor número de personas en una perspectiva igualitaria. Estos enfoques se nuclean por afinidad, en torno de un significante, como el concepto de “pueblo”, que constituye el polo dialéctico para la construcción de la visión amigo-enemigo, al que reconoce como tal en la titularidad de los medios de producción, simbolizados por el empresariado industrial, comercial, de servicios, agropecuario, financiero, entre otros, que constituyen el núcleo central del capitalismo, y que son el otro lado de la denominada grieta.
Sin perjuicio de ello, cabe afirmar, que caída la experiencia comunista hacia principios de los noventa, y con la aceleración de la globalización, en el mundo impera un solo sistema económico “el capitalismo” que con distintos diseños de conducción política, tiene vigencia aun en los países otrora comunistas.
La nueva realidad, representada por las tecnologías innovadoras, nos enfrenta a cambios de paradigmas, que sustituyen al ser humano por algoritmos más precisos y menos conflictivos, permitiendo una centralización decisoria que posiblemente reemplazará la dispersión de centros de decisión, que traducen y ejecutan la infinita cantidad de interrelaciones que produce la interacción humana en libertad.
En ese contexto, que se identifica como cuarta Revolución Industrial, es posible que el trabajo, ya sea asalariado o profesional liberal, se constituya en variable de ajuste de un sistema económico que en la tecnología robótica, la Internet de las cosas, la inteligencia artificial, procesos de elaboración en 3 D y otras nuevas tecnologías, encontrarán medios más baratos y competitivos que el factor humano, y que inevitablemente se deberán asumir en la carrera del posicionamiento global de la competitividad.
Ese cambio, a pesar del temor y rechazo que genera, es indetenible. La perspectiva es cómo posicionarse como sociedad, donde aparece una primera reacción, que es aislarse, cerrarse exteriormente y así prolongar el actual estado de cosas. Pero la consecuencia inevitable de esa posición, es el retraso en la carrera tecnológica, la incompetencia de nuestras estructuras productivas, la decadencia y una corta agonía de nuestro sistema productivo y consecuentemente de nuestra economía y nuestra sociedad. En términos metafóricos digamos que es el más rápido pasaporte a la pobreza y a la miseria, que están gravemente entre nosotros, profundizadas por años de populismo.