Carla Korol
Carla Korol
Suena la alarma a las 07. Es viernes, respiro. Arranca el día, siento cómo mi perro se despereza. Lo miro con amor, lo envidio, duerme calentito y se acurruca a mí, como pidiéndome un rato más de compartir la cama. Quiero que este viernes sea distinto, sé que es un día largo, el más largo de la semana. Me siento en la cama, apoyo los pies en el piso, estamos en verano, pero ya empieza a estar fresco, y el roce del suelo me lo hace notar. Y hago algo que no hago nunca: agradezco. Agradezco por dormir bien, por tener techo, por tener comida, por tener salud, por tener trabajo. Quiero que este día, que es largo se haga lo más ameno posible. No es normal el ritual de agradecer, pero quería empezar el día distinto. No tenía idea el mensaje que esperaba ser leído, y que iba a venir a trastocar un poco el mundo.
Agarro el celular como siempre, vi que tenía mensajes cuando apagué la alarma, pero no quería llenarme de información desde temprano. Entre esos mensajes que empiezo a repasar mientras voy camino a la cocina, encuentro uno que me paraliza. No son buenas noticias, pero no reacciono. Leo la última frase “me parece que lo tenías que saber”, pego media vuelta a mitad de camino y me siento en la cama. Mateo parece que intuye algo porque se arrastra hasta mí y me lame la pierna. Sabía que tarde o temprano ese mensaje iba a llegar, y de tanto esperarlo, un poco me había olvidado. No puedo permitir paralizarme, no puedo faltar a trabajar, y pienso que ser autónomo es hermoso por momentos y tortuoso muchas veces, como ésta.
Vuelvo a la cocina y mientras cargo agua en la pava, trato de analizar todo, tengo 30 minutos para bañarme, desayunar y salir al mundo. Pero a ese mundo no quiero salir. Resulta que un mensaje vino a decirme que nuevamente tengo que caminar las calles de un infierno y conversar con unos demonios que no quiero. Trato de repetirme que ya no pertenezco ahí, que ya escapé de esos lugares, pero la realidad se me hace dura. Necesito saber que aún hay tiempo, necesito entender que las pérdidas forman parte de la vida, y que somos seres sintientes, y que a veces nos equivocamos, que podemos pedir perdón y volver a empezar, aunque esta vez no se pueda.
El agua de la ducha está tibia y la siento, me enoja saber que hay personas que ya no la van a poder sentir. Como mis tostadas, sabiendo hay gente que ya no va a poder saborear más. Me cambio y maquillo, pensando que hay alguien que ya no va a poder ver su reflejo. Me duelen las ausencias, pero algunas más. Siempre le digo a mis pacientes que muchas veces las ausencias son más ruidosas que las presencias. Cuando uno está, lo vemos, lo tocamos, lo sentimos, pero cuando hay un vacío, eso sí que es notorio, no se puede llenar con nada ni con nadie.
Salgo al mundo, con los pensamientos y los sentimientos revueltos, voy pensando, recordando, trayendo a la memoria cosas que pensé que ya no estaban. Resulta que muchas veces las bestias sólo están dormidas, y cuando se despiertan de hibernar, su hambre es tan feroz que no podés ocuparte de otra cosa.
Dos días antes alguien me había hablado de mi memoria. “¿Cómo podés recordar tantos detalles, tantos nombres, tantos lugares?”, no fue una crítica, pero me di cuenta de que debía liberar algo del espacio mental. Como cuando uno borra cosas del celular. No hay lugar para lo nuevo si lo viejo ocupa todo. Me había prometido empezar de cero, dejar los recuerdos durmiendo tranquilos y de repente me vienen todos a golpearme de lleno en la cara. Segunda cosa nueva que me propuse en la semana y viene a jugarme en contra.
Las 6 cuadras que me separan del trabajo se hacen interminables, me muerdo los labios para no llorar, esta historia me atraviesa hasta los huesos y hoy son muchas horas de escuchar a otros, tengo que ser responsable, tengo que estar atenta, tengo que ser profesional, aprender a poner mi malestar a un lado.
Preparo el mate para encarar el día, compartir esa infusión con mis pacientes me reconforta. Tocan el timbre, llega mi paciente y me abraza, “no veía la hora de que fuera viernes para verte Carli”, y ahí entiendo, y ahí acepto. Y en la mirada del otro me encuentro, encuentro mi dolor, encuentro mis propios miedos, acepto que estoy acá, acepto que la vida sigue y seguirá, y que de alguna u otra manera estoy tocando la vida de otros que cuentan conmigo, a pesar de todo.
Tal vez en algún momento dude de mí y de mi vocación, pero de repente veo que en el abrazo del otro me encuentro, en su confianza y estima me apoyo y que en sus palabras me curo, y agradezco entonces que el día sea largo, y agradezco más tener que escuchar al otro, y se empiezan a calmar las fieras, y el día pasa y transcurre, y el dolor cede, y la cicatriz late, pero la veo y sigue cerrada, y se va el día y nuevamente agradezco mientras me meto a la cama, mientras Mateo se acerca a mí como todas las noches para dormir. De repente entiendo y sé, que hay heridas que sangran, pero que no matan, y sé que ésta, aunque me duela, es una de ellas.