Roberto Schneider
Roberto Schneider
En “Coriolano. Hay un mundo en cualquier parte”, el espectáculo presentado por Tejido Abierto Teatro en la Sala Marechal del Teatro Municipal, el espectador puede advertir cualidades que no suelen prodigarse: es un texto muy bien escrito y la puesta en escena del mismo tiene calidades indiscutibles. Los dramaturgos Jorge Eines y Octavio Bassó demuestran que poseen el don de la palabra precisa y de los diálogos verosímiles. Adaptar el original de William Shakespeare no es tarea sencilla y en poco más de una hora todo cobra vuelo. Lo que dicen los personajes resulta congruente con una totalidad en la que la figura de Coriolano se erige en lo más alto para después caer. Como lo hace. De acuerdo con su perfil y con lo que piden las situaciones a las que se enfrenta. Por este motivo el espectáculo se ve con la fluidez también dolor que se deriva de circunstancias expuestas con absoluta solvencia. La obra posee un elemento de intriga manejado con suficiente habilidad para que el interés del relato no deje de aumentar. En el final no se frustran las expectativas creadas en torno de una trama argumental que se revela certera y angustiante. Y con una contemporaneidad aplastante, que no deja respiro en un país de morondanga como el nuestro.
La historia de Coriolano alimenta la estructura del texto. Los dramaturgos exploran los núcleos germinales de su itinerario. El original está situado en la época de luchas sociales que desembocaron en la creación de los tribunos de la plebe en el siglo V antes de Cristo y así las luchas intestinas de Roma adquieren protagonismo inusitado. Nuestro protagonista es una máquina de hacer la guerra que recuerda a Macbeth. Hay ausencia de soliloquios puestos en su boca; ni falta que hace. La opinión que tiene de sí mismo y de la clase de los patricios a los que pertenece contrasta con las opiniones del pueblo y de los tribunos de la plebe. Shakespeare conocía de manera brillante la complejidad de la existencia humana, para establecer en sus obras una separación rígida entre la vida privada y pública de sus personajes. Aquí, Coriolano, definido por su papel de guerrero, mantiene una relación esencial con su madre. “¿Está bien así mamá?”, reiterará a lo largo de su historia.
La propuesta tiene mucho de espectacularidad, y en el plano ideológico aparece con contundencia la posición de los dramaturgos debido a que arman un soporte perfecto en su estructura, surgida del interés del personaje protagónico, atravesado por su tiempo histórico. Que es también, como destacamos antes, dolorosa y amargamente el nuestro. Esta versión, que respeta la poesía magnífica del bardo inglés, demuestra que es posible escribir un relato en el mismo momento en el que las cosas están ocurriendo. Para después, en el final sobrecogedor, apasionante, con pústulas en los cuerpos, vislumbrar tiempos aciagos de nuestra contemporaneidad.
La dirección de Jorge Eines, indiscutible maestro de actores, tiene la necesaria fuerza para que lo que se dice resuene en nuestros oídos y en nuestra memoria. Se apoya en el trabajo de Octavio Bassó, quien otorga a su Coriolano de los necesarios matices. Es un arquetipo perfecto del hombre unidimensional. Está hecho y vive para la guerra, y fuera del ambiente bélico sus actitudes no pasan de ser las de un adolescente. Es un personaje de una sola pieza, cuyo arrojo físico no ofrece fisuras. Párrafo aparte para Camilo Céspedes, quien ofrece el mejor trabajo de su carrera, al dibujar con excelencias varias cada uno de los roles asignados en la adaptación. Es un placer escuchar a un actor con registro vocal adecuado, haciéndose oír de espaldas con una indisimulable entrega. Céspedes disfruta de los roles asignados y hace disfrutar a los espectadores. Juega con Coriolano por momentos hasta lo coachea y ese juego permite que el espectáculo se aprecie en su totalidad.
Se advierte asimismo el exquisito trabajo de Nidia Casís en la asistencia de dirección. El inicio del montaje, con Coriolano rasgando con los dedos una chapa que será después caja de resonancia, preanuncia el cuidado de los aspectos estéticos. En tal sentido cobra carácter protagónico el vestuario de Lucía De Frutos, rico en texturas, colores y realización; la escenografía y la iluminación precisas de De Frutos y Diego Julián López y la aparición de objetos con los que los actores establecen una adecuada relación.
El espectáculo tiene lucidez para plasmar la idea de transformar la miserabilidad cotidiana con fuerza dramática y mucha poesía. La tragedia juega a las escondidas con los protagonistas de esta historia reflejada en espejos no precisamente deformantes. Duele. Mucho. Como nuestro futuro, tan utópico y trágico.