Emerio Agretti | [email protected]
La inseguridad es uno de los principales ejes electorales de la oposición. Pero la cuestión asume otro cariz cuando hay episodios de violencia generados por la propia actividad de campaña.
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El Litoral
Si la crisis económica es el principal argumento electoral contra el oficialismo nacional, la situación de la seguridad se ubicó cómodamente en el sitial predominante del discurso de la oposición en la provincia.
Tanto desde las dos principales fuerzas de ese sector, Cambiemos y Unidos, como en el caso de partidos menores -incluso barriales-, los estragos del narcotráfico y el accionar de las bandas organizadas, la criminalidad cotidiana que amenaza u oprime a los vecinos, y la acusada indefensión ante la rapiña, la agresión callejera o la invasión domiciliaria, marcan en distintos niveles de gravedad y extensión los puntos en que se centran las críticas y las promesas de un accionar más eficaz. A caballo entre una coordinación más ajustada con la Nación -refuerzo de tropas federales incluído-, el ejercicio de una autoridad más firme sobre la policía, o el abordaje integral mediante la atención a los problemas sociales, y siempre bajo la premisa de que el actual gobierno provincial ha fracasado en la materia, las afirmaciones se vuelven alegato y vehiculizan la aspiración a recoger adhesiones en el contexto de una fuerte sensibilización.
La firmeza de las imputaciones recibe en muchos casos -con en los últimos días en boca del propio ministro de Seguridad- una respuesta a tono, y el debate se torna por momentos un intercambio de epítetos.
El debate estalló en la última sesión del Concejo Municipal y, más allá del aprovechamiento partidario que cada uno de los participantes pudo haber hecho o pretendido hacer, puso sobre el tapete una situación alarmante.
La cuestión asumió otro cariz en los últimos días, a partir de la producción de una serie de episodios generados en otro contexto, pero de similar calibre. En medio de la despiadada disputa por ganar el espacio público con la avalancha de cartelería que inunda las calles santafesinas, los “punteros” encargados de esa tarea superaron las habituales escaramuzas de “arrancadas” y reemplazos, matizados con amenazas y alguna que otra gresca ocasional (ese nocivo “folklore” de la militancia rentada o convencida que sepulta la discusión en el lodazal de la prepotencia y las “avivadas”).
Así, la crónica roja periodística registró picos de esta perniciosa variante de la actividad proselitista, con la gravísima agresión al dueño de una parrillada y el tiroteo a una casa de familia cuyo titular se negó a la instalación de carteles. El debate estalló en la última sesión del Concejo Municipal y, más allá del aprovechamiento partidario que cada uno de los participantes pudo haber hecho o pretendido hacer, dejó al desnudo una realidad mucho más alarmante que los mutuos señalamientos de escándalo e hipocresía.
Tal como certeramente advirtieron quienes diseñan los ejes de campaña de la oposición, y más allá de las explicaciones y esfuerzos del gobierno provincial, la inseguridad rampante y el avance al parecer irrefrenable de la violencia tienen entidad suficiente para
desvelar a la comunidad. Pero la cuestión asume un nuevo y difícilmente reversible nivel de gravedad, cuando lo que se advierte no es ya solamente la incapacidad de la política para resolver el problema, sino que también en algunos casos puede ser acusada de causarlo.