Por Estanislao Giménez Corte (**)
Por Estanislao Giménez Corte (**)
El poeta Rainer Maria Rilke sostenía, con síntesis insuperable, que “la patria es la infancia”; Oscar Wilde, en su maravilloso Retrato, le hace decir a Dorian Gray que “no hay absolutamente nada en el mundo excepto la juventud”. De formas más o menos conscientes, todos cometemos la imprudencia de recrear nuestros años de primaria y secundaria, de la niñez y la primera juventud y adolescencia, con procedimientos cuasi literarios. Una cierta emoción “poética” se nos impone y tiende a deformar, a favor de la belleza y de ciertos olvidos, unos recuerdos más bien borrosos o elementales; pretendemos encontrar allí lo que, por añorado, imaginamos como mejor de lo que fue (quizás). Lo recordamos, sí, pero esencialmente lo recreamos. Lo construimos al antojo del carácter o de la omisión. Vemos entonces compañeros queridos o no queridos, experiencias hermosas o algo traumáticas, profesores admirados o rechazados, sabores y sin sabores, lugares y olores; pero esa recreación, escurridiza en la distancia, asume un cariz especial por obra de la voluntad. Primeramente, porque recordamos con honda nostalgia nuestra propia juventud; quiero decir, “nuestro” tiempo. Un tiempo que, al margen de los modos en que lo hayamos vivido, necesariamente es La Belle Époque. Son los años de los descubrimientos en que todo, absolutamente todo, se aparece como embriagadora experiencia iniciática: todo sucede por primera vez, para maravilla de los sentidos que, en sintonía, forman el suelo de una memoria sólida. El tono melancólico puede depender de las personas pero una cuestión es inexorable: algo que puede expresarse así: “Donde está la juventud está la vida”.
Desde el caso de Proust en “En busca del tiempo perdido” hasta Henry Miller en “Trópico de Capricornio”; desde las confesiones de San Agustín a Henri Bergson, desde Nietzsche a Borges, el tiempo en la literatura y la filosofía aparecen como cuestiones elementales y fundacionales que pretenden, con la misma voluntad que este texto (pero con otras profundidades), pensar el tiempo desde y a partir de un texto. Aquellos grandes pensadores y escritores, aun en su genialidad, sólo pueden darnos bellas frases o inteligentísimos axiomas, pero no aciertan a transferir una “experiencia”, que está en cada uno. Aunque, es tarea decirlo, nos permiten ocasionalmente “aplicar” sus ideas a nuestras propias vivencias, en un ejercicio de extrapolación. Escribe el Santo: “Quizás sería mejor decir que los tiempos son el presente del pasado, el presente del presente, y el presente del futuro [...] el presente del pasado es la memoria, el presente del presente es la intuición, el presente del futuro es la espera...”.
Pensar y decir el tiempo como objeto de estudio no necesariamente representa el “tiempo vivido” o el “tiempo subjetivo” del que hablaban algunos. Esa experiencia intransferible, que los alumnos de Inmaculada tenemos como código “interpares” y de entendimiento, es la común unión entre los que conocemos el patio, las mesas, los sonidos del sur. En mi caso particular recuerdo (reconstruyo) con enorme alegría la experiencia del colegio: no sólo porque migramos varios estudiantes de la escuela Sarmiento de la que yo provenía, sino porque, desde el perfil humanista y social de la educación hasta la cercanía de hermanos, primos y amigos, siempre viví la sensación de estar, no sé si en la patria que señalaba el checo, pero sí la pertenencia a un lugar, lo que llamaríamos una identificación. Un lugar y unas prácticas, unos modos, unas costumbres que asumimos como naturales, que el colegio inocula. Más allá de la currícula, Inmaculada representa una suerte de espíritu de grupo o de cuerpo que nadie puede definir pero que todos compartimos o entendemos; aceptamos la imposibilidad de darle a ello un nombre adecuado. Lo mismo sucede con los sentimientos: lo sentimos y, al expresarlo verbalmente, caemos en cursilerías, en exageraciones, en distorsiones. Lo sentimos. Sabemos que los otros lo sienten. Eso es suficiente.
La memoria es flexible y benévola. Erosiona lo malo y magnifica lo bueno, piadosamente. Mejor que sea así. Elige momentos y personas y decide su propia mitología. ¿Importa tanto la minucia de lo real? ¿Qué es más importante? ¿como fueron en realidad las cosas o cómo quedaron impresas en el cuerpo?: en la mente, en la memoria que, insistimos, trabaja con los modos de la literatura, decimos que allí, en esa manzana, con esas personas, atravesando esas mañanas, entramos casi niños y salimos casi adultos; el trayecto atraviesa unos conocimientos y unos saberes, pero sobre todo unos intangibles y una percepción del ancho mundo que acarreamos como legado.
Así el colegio, para mí, es un tiempo y una idea, una idea sobre lo que fue y es que se me impone; prefiero, entonces, la licencia poética a la aspereza de lo real, lo onírico a la náusea de lo “normal”, lo imaginado como contribución a embellecer las cosas. Eso sucede en muchos ámbitos, cuando consideramos que nuestros compañeros son la mejor cosa del mundo, que nuestros hijos son la mejor cosa del mundo, que nuestros hermanos son la mejor cosa del mundo. Es una verdad decidida, digámoslo así, arbitraria, pero que conlleva la fuerza de una creencia compartida. Anteponemos a las cosas del mundo la óptica de nuestro ánimo, de nuestros sentires, de nuestra emoción. Y allí o desde allí, desde el lugar en que el recuerdo es “volver a pasar por el corazón”, como comenta Galeano, es que podemos decir con toda seguridad, pero sin (la innecesaria) corroboración científica, que el colegio, nuestro colegio, fue el mejor del mundo. Un amigo, filósofo y psicólogo, llamado Luciano Lutereau, dice que, en un texto, el sujeto está en la preposición. Para los alumnos de Inmaculada, quiero creer, está en el adjetivo posesivo nuestro.
(*) Esta nota fue publicada en el segundo número de la revista “Patio de los Naranjos” de Asia (Antiqui Societatis Iesu Alumni), publicada en noviembre de 2018, y que incluye textos de Miguel Petty, Gerardo Rondina, Carlos Reynoso, Alejandro Blanche, Ricardo Moscato, Javier Vigo, Jorge Milia, Juan Piaggio, César Lasave, Pablo Zeballos, Ignacio del Sastre, Alexis Louvet y Andrés Ballerino Moeller.
(**) Promoción 1990.