Nancy Balza | nbalza@ellitoral.com
En carne propia. Rubén Sala conoce Santa Rosa de Lima desde que abrió los ojos por primera vez, hace 65 años. Nació ahí, en el tradicional barrio del oeste santafesino de clase media empobrecida -como él mismo define-, y donde habitan unas 35 mil almas.
Nancy Balza | nbalza@ellitoral.com
Rubén Sala conoce Santa Rosa de Lima desde que abrió los ojos por primera vez, hace 65 años. Nació ahí, en el tradicional barrio del oeste santafesino de clase media empobrecida -como él mismo define-, y donde habitan unas 35 mil almas. En este tiempo vio de todo, incluidas varias crisis económicas, y también sus efectos. Como ahora, cuando la desocupación y la informalidad vienen ganando terreno en una pendiente que -asegura- se inició hace unos 7 u 8 meses y se profundizó desde mediados de este año.
En ese territorio que tan bien interpreta, el mayor impacto lo acusa la construcción, actividad que constituye la principal fuente de recursos para la gente del barrio y cuya merma tiene efectos bien palpables: “Primero se vio una disminución en la mano de obra formal; con el tiempo esa mano de obra formal que se quedó sin empleo empezó a hacer trabajos por su cuenta y eso porque tuvimos una época donde muchos jóvenes aprendieron el oficio”.
Pero desde octubre pasado “la changa se redujo drásticamente y la clase media que antes hacía cortar los yuyos, pintar la casa o encargaba arreglos, hoy trata de hacerlo por su cuenta los fines de semana o deja las cosas así, como están”, describe.
Es que, como en cada crisis, “el primer sector que siente sus efectos es, siempre, el más pobre, el que tiene la mano de obra menos calificada” y el resultado es que “aparecen más cirujas no solo con carro y caballo sino con carrito, bicicleta o a pie, porque aparte de recoger de la basura y separar lo que se puede reciclar o vender, también se pide casa por casa”. Aquí, Sala hace una pausa y admite -con resignación pura- que “por suerte” la gente es solidaria, y “a partir de la crisis de 2001 no tira más la comida integrada con la basura, la guarda limpia”, aunque lamenta que “tengamos que llegar a eso, a que la gente coma lo que otro le dona”.
No es la pobreza o la falta de trabajo la única preocupación para el dirigente barrial: “Todo está agravado por la tremenda situación social de violencia, por las nuevas modas de consumo de drogas que hace que los jóvenes entren en eso y alguna gente grande también; pero la gente grande se mete en el alcohol. Esto genera un cóctel explosivo que hace que no se sepa cuándo va a detonar el problema”. Así es como el barrio tiene “días tranquilos y otros con 2 ó 3 muertos, con tiroteos, y con suicidios”, un tema del que se habla poco y nada.
Pero la “militarización del barrio” tampoco aparece como una solución para Sala. “Tanquetas, patrulleros, móviles al principio lo hacían sentir tranquilo al vecino, pero cuando ve que no llevan al que vende drogas ni a los que andan a los tiros, se pregunta ¿para qué?”
Mientras tanto, Santa Rosa de Lima sigue creciendo y se va para arriba, no porque el nivel de vida haya mejorado, sino en la modalidad de construcción que se inauguró luego de la trágica inundación de 2003 como salvaguarda ante un nuevo episodio y, luego, como solución a la falta de espacio y la necesidad de dar lugar a hijos y nietos que nacieron en el barrio o volvieron luego de probar suerte en otra geografía.
Pero volviendo a los efectos de la crisis y la necesidad de satisfacer las necesidades básicas, Sala insiste en que “muchas veces lo que se recibe a cambio del trabajo es alimento, no dinero; incluso para personas que trabajan en comedores, gratis, por comida. Es desgarrador -reconoce-, pero es lo que se está viviendo”.