Roberto Schneider
Roberto Schneider
El misterio poético que hace de Chéjov a la vez el más frágil y el más entrañable de los dramaturgos modernos reside, como se sabe, menos en lo que en sus obras se dice y hace, que en lo que se calla y se deja de hacer. En “La gaviota” la infelicidad domina la escena cuando hace lo suyo la obstinación en amar a quien no corresponde. Hace muchos años dos jovencísimos actores santafesinos integraban el elenco de una recordada versión de esa obra dirigida por Carlos Falco. María Rosa Pfeiffer y Raúl Kreig se propusieron tal vez entonces encontrarse nuevamente en escena. Qué suerte. Ella escribe junto con Edgardo Dib el texto de “¿Por qué demoró tanto?”, la magnífica pieza estrenada en La 3068 que retoma a dos de los protagonistas chejovianos, Nina y Kostia.
Los nuevos personajes, porque de la edad no se habla y entonces están igual de radiantes como en el pretérito, alientan sueños, acunan esperanzas, despliegan sus ideales, estrechamente vinculados con el quehacer teatral. Imposible transcribir la riqueza de la obra. Fina, dulce, triste, con mucho de Chejov pero sólo en su tonalidad, en sus arpegios anímicos, porque en todo lo demás es profundamente humana y profundamente nuestra. Tiene mucho de melancolía y su carga humana, límpida, es tremendamente emocionante. Lo mismo que en la vida -y esta obra es eso, un palpitante y emotivo trozo de vida- el dibujo de esos dos seres es impecable. Y al igual que en la vida, también, y éste es quizá el valor más alto de la obra, parecería que no sucede nada en su transcurso, cuando realmente pasa todo: el amor y el desencuentro, las ilusiones que con el tiempo se hacen añicos, los sueños que ya no se sostienen, las esperanzas que se van estrellando con el duro fragor de los días, la soledad, la incomprensión, por momentos el amargo sabor de la derrota, del vacío, de la repetición mecánica de días los unos iguales a los otros, porque la vida es, sí, un milagro como nos dicen Pfeiffer y Dib, pero un milagro construido sobre la base, incesante, de pequeñas grandes desilusiones.
Y si la pieza es espléndida, con una vertebradura teatral perfecta, que no se estanca nunca, no menos extraordinario es el trabajo de dirección de Edgardo Dib, alguien de cuyo talento ya nadie discute. Encadena poéticamente las distintas situaciones, sugiere, sin exagerarlo, el inmutable correr del tiempo, aprovecha los silencios como si se tratase de los de una partitura porque acierta siempre con la nota exacta, íntima, humana. Su puesta en escena permite vislumbrar el fluir de los días -y el espectador así lo comprende- de manera sólo ilusoria.
Tampoco es novedad sostener que Dib es un gran director de actores porque obtiene de cada uno de los personajes todos los matices y sus repliegues de manera notable. Profunda, temperamental y dulce es María Rosa Pfeiffer, gran señora en la escena que maneja con indisimulable entrega su amada Nina. Sobresaliente, seguro, conciso, pleno, profundamente emotivo es Raúl Kreig. Los adjetivos se agotan para calificarlo, porque es un prodigio de sutileza, vigor y misteriosa poesía. A ambos los saluda una ovación fervorosa, a la que se agregan los nombres de Elisa Martínez, Nicolás Prus y Leonardo Gregoret. Todos unidos en un espectáculo de gran categoría, un fiel reflejo de la vida de todos los días, y como ella, la conjunción de alegrías y de tristezas, de optimismo y de vacío, de confianza y de desolación. El viento sopla fuerte, despacio, arremete y desaparece; desde la escena obtenemos la mejor recompensa, repartida a manos llenas de talento.