Por Luis Rodrigo [email protected]
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El gobierno provincial y los senadores han dado un paso nada fácil, seguramente necesario, pero que implica una pérdida. Con las reformas al Código Procesal Penal se abandona cierta candidez que la sociedad hoy reprocha, pero también la belleza de las ideas que sostienen las garantías constitucionales.
Más lejos o más cerca del progresismo, para los dirigentes políticos argentinos modernos -posteriores a 1983- es difícil asimilar lo que hay que hacer frente a la inseguridad, a la luz de estos pésimos resultados.
No es sencillo abandonar la noble idea del hombre nacido bueno al que la sociedad lo corrompe, de la inseguridad como manifestación de las injusticias del sistema, o directamente dejar de soñar con que todo preso es político, por citar unos lugares comunes y accesibles. Aunque hay quien hace cálculos electoralistas, en términos ideológicos es doloroso destrozar la bella arquitectura de supuestos que sostiene el sistema de garantías.
La movilización callejera contra la inseguridad, sobre todo la de Rosario, ha dejado expuesto el fracaso de lo que hasta aquí se ha hecho. Todo se resume en la consigna más prisión preventiva, menos excarcelaciones, algo que cae bien entre los votantes. Y sin embargo, quien revise la sesión del jueves pasado del Senado verá que fueron enormes los esfuerzos discursivos de Joaquín Gramajo (PJ-9 de Julio) y Lisandro Enrico (UCR-General López) para que lo que hicieron no dañe aquello que como abogados seguramente alguna vez los deslumbró.
El primero encontró en la filosofía del Derecho como una materia viva -con una cita a Carlos Cossio-, la forma de hacer menos horrible el cambio, que no hace más que admitir que la interpretación actual del sistema de garantías, más dedicado a gozar la libertad que a reprimir al individuo, sencillamente no ha servido (Una digresión nada menor: aquí horrible no es una palabra gratuita. Se puja por un Estado más persecutorio que liberal porque cada vez es mayor la proporción de delincuentes respecto de los ciudadanos).
Enrico prefirió ir hacia adelante. Imaginó que los cambios constituyen una asignatura pendiente en la defensa de los derechos humanos. Dijo que hay un derecho humano a gozar de seguridad y que el Estado debe garantizarlo, con la ley.
A ninguno de los dos les bastó para argumentar la operatividad de las normas, su indiscutible sentido común, la absoluta legitimidad de su condición de legisladores y -más en este caso- de fieles intérpretes de lo que quiere la mayoría de los ciudadanos, en la calle o en sus casas, que parecen jaulas.
Las rejas, las cámaras, los portentosos uniformes, las luces azules y filosas de los patrulleros, las armas por todas partes, los choques de los carniceros y las personas muertas porque sí, por robar o por tener un celular, los alambres electrificados en los techos, los perros más fieros y sus dientes, las proclamas en favor de la muerte de los otros... ¿Dónde ha quedado el jardín luminoso de las leyes argentinas o las maravillas de las Bases nacidas bajo el supuesto de que habría una sociedad en la que sólo quedarían afuera quienes rechazaran ser parte? ¿Dónde la república de tanto espacio que da el ejemplo al mundo y convoca a todos los hombres de buena voluntad sin preguntarles nada más? Hemos perdido.
La fealdad de los comportamientos antisociales iban a ser una mancha muy visible en medio de un paisaje primoroso, los ladrones y los asesinos debían ser pocos y corregibles. No lo son. Es un problema estético y por lo tanto ético.
Más lejos o más cerca del progresismo, para los dirigentes políticos argentinos modernos es difícil asimilar lo que hay que hacer frente a la inseguridad.