Por Rogelio Alaniz
Si Lázaro Báez y Ricardo Jaime no estuvieran presos, y si la situación jurídica de la Señora no fuera tan complicada, es muy probable que el periodista -¿es necesario agregarle la calificación de kirchnerista?- Hernán Brienza no hubiera escrito la nota publicada en Tiempo Argentino, en la que considera que la
corrupción democratiza la política. Fue necesario que el régimen kirchnerista estuviera en el banquillo de los acusados por causas que ninguna moral, laica o creyente, pueda justificar, para que desde la buena fe, la ingenuidad o la tontería se levantaran voces o plumas, intentando defender lo indefendible.
A decir verdad, Brienza no inventa nada. Los argumentos son diversos pero en todos los casos su objetivo es disculpar a regímenes corruptos. Según este punto de vista, la verdadera corrupción, la de fondo, la expresa el sistema capitalista u oligárquico. Lo demás son anécdotas, cortinas de humo. La moral sería una palabra vacía de significado o un lujo que sólo los ricos pueden darse, con lo cual, dicho sea de paso, los Brienza y sus acólitos le regalan a las supuestas clases dominantes los atributos de la ética. Según Brienza los únicos que pueden darse el lujo de ser honrados son los ricos, la corrupción es cosa de pobres.
No concluyen allí las coartadas del populismo. De acuerdo con esta singular visión de las cosas, a las clases populares y a los políticos que las representan no les queda otra alternativa que robar para hacer política. Menem, Kirchner, De Vido, Báez, agradecidos por tan insospechado auxilio. Robar para la corona, la consigna del compañero Manzano, ahora se legitima con tono nacional y popular. Como dijera el señor Dante Gullo: “Ojalá tuviéramos diez o cien Lázaro Báez”. Y por qué no diez o cien Néstor y Cristina, quienes, no está de más recordar, se iniciaron en las lides de la política, amparados en una ley expropiadora de la dictadura militar. Antes de ser nacionales y populares, los Kirchner se preocuparon por ser exitosos, es decir, hacerse millonarios con el argumento tan caro para Brienza: no robamos porque somos malos, sino porque somos buenos.
Nos iniciamos como exitosos, pero prometemos ser nacionales y populares. ¡Una maravilla! Pero más maravilloso es que hay gente que desde la buena fe crea en semejantes patrañas. Seguramente, en el futuro, los historiadores y las nuevas generaciones criticarán con dureza la corrupción populista, pero lo que despertará su asombro y perplejidad no serán los ladrones que, como todos los ladrones del mundo, intentan legitimar sus actos con los muchos o pocos recursos que dispongan a mano, sino a los pelotudos que los defendieron gratis.
Las damas y los caballeros populistas no roban para enriquecerse como jeques árabes, lo hacen para defender causas justas. En realidad, se están sacrificando, en realidad, deberíamos estar agradecidos a ellos, quienes en una inusitada versión actual de Robin Hood roban a los ricos para repartir a los pobres, un reparto que, como es de esperar, no sale de sus cuentas corrientes, sino de los extraordinarios beneficios del orden económico que los populistas suelen crear y cuya expresión más lograda es la del heroico y aguerrido socialismo del siglo XXI inventado por Hugo Chávez. Y continuado por su mejor discípulo, Nicolás Maduro, quien, según el diagnóstico de ese otro agente del imperialismo que se llama Pepe Mujica, está más loco que una cabra, diagnóstico benigno para quien es el responsable visible de haber sumergido a Venezuela en la miseria, la violencia y el caos político y social.
Brienza se presenta como un periodista honesto. No lo conozco, pero no me cuesta creerle. Lo que en todo caso no son honestos son algunos de sus argumentos, lo cual tampoco es una imputación personal porque, después de todo, Brienza expresa al pie de la letra el típico libreto populista usado para cazar bobos, un libreto que se engalana con ideales anacrónicos, con medias verdades y con visibles alienaciones políticas.
Lo que Brienza debería explicar sinceramente no es si los regímenes oligárquicos son o no explotadores o injustos, sino si está bien que sus líderes populistas sean ladrones o sean los responsables de haber constituido un régimen cleptocrático mucho más eficiente y depredador que el organizado por el otro líder populista que padecimos los argentinos, y que se llama Carlos Menem.
A decir verdad, Brienza no puede dar ese paso, porque la crítica a Báez, Jaime o De Vido es inevitablemente la crítica a los Kirchner, con lo cual toda su argumentación se caería a pedazos. Una cosa es discutir acerca de la distribución de la riqueza o los modos de acumulación más favorables a la justicia social; una cosa es debatir acerca de la pobreza y las injusticias visibles de las sociedades modernas, pero la operación que el populismo trama en este caso consiste en invocar retóricamente algunos valores que en la actualidad nadie objeta como tales para, a continuación, justificar a los saqueadores.
¿Todos los kirchneristas son ladrones? Seguro que no, lo que sí creo es que los kirchneristas con poder de decisión sí lo son, y lo son como socios , como cómplices, como empleados o, sencillamente, por su capacidad, acompañada de un estómago de granito, para mirar para otro lado. No todos los kirchneristas son ladrones, pero sí lo son sus jefes, del primero al último. Lo entiendo a Brienza y a sus pares. No debe resultar cómodo ser decente y defender a delincuentes. Para soportar semejante tensión, la ideología es necesaria, más que necesaria, indispensable, algo así como el brebaje, el licor, el opio que le permite evadirse de la realidad o refugiarse en las nubes de la enajenación.
El populismo justifica algunas de sus tropelías invocando el principio de que en todo gobierno alguien se queda con un vuelto. El problema real del populismo es que no se quedan con un vuelto, se quedan con el botín y el vuelto es el que le entregan -eso sí, con abundante publicidad- a las clases populares que dicen representar y defender. Dicho sea de paso, el reparto demagógico e irresponsable de migajas les permite a los populistas montar ese otro gran negociado consistente en enriquecerse a costa de la limosna a los pobres.
Es verdad que no hay gobierno en el mundo en el que no se conozca algún episodio de corrupción. El problema del populismo es que la corrupción no es un episodio sino un orden estructural. En los gobiernos de, por ejemplo, Yrigoyen, Alvear, Frondizi, Illia, Alfonsín, seguramente hubo algún ministro o secretario que intentase quedarse con lo que no le correspondía, pero los titulares de esos gobiernos estaban limpios, nunca estuvieron involucrados en esas trapisondas. Lo que el populismo aporta a la ciencia política de estas republiquetas latinoamericanas, lo que el populismo
posee de creativo e ingenioso, es que los ladrones no son los empleados, los subordinados, sino los jefes del orden político.
La tragedia del populismo, en realidad la tragedia de quienes padecemos sus arrebatos, es que se justifican con la edulcorada consigna “Roban pero hacen”. Como dice Brienza, robar es inevitable si se quiere hacer política popular. ¿Por qué “Roban pero hacen” es en estos pagos una consigna perversa?”. Sencillamente porque es mentirosa, porque la ecuación misma está corrompida. Los populistas no roban, saquean; no hacen, deshacen. Saquean los bienes públicos, destrozan las instituciones, construyen carreteras que no llevan a ningún lado con material degradado, levantan casas que se caen al otro día, habilitan trenes sin frenos, inauguran hospitales fantasma. Ojalá robaran pero hicieran. El debate estaría planteado en términos más justos. La tragedia, repito, es que en nombre de lo nacional y popular, fundan una
cleptocracia, y liberados a sus propias energías conducen a una nación a la bancarrota económica, política y moral. Venezuela es un espejo para mirarse. Venezuela es el real canto de cisne del populismo del siglo XXI.